Tenía el oficio más extraño del mundo: todos los días, a las cinco de la mañana en punto, subía los ciento cuarenta y seis escalones que separaban la base del reloj de la sala de máquinas. Ajustaba los siete porfiados minutos faltantes y, sin más trámite, bajaba los ciento cuarenta y seis escalones hasta la plaza. Su rutina sólo se vio interrumpida en una ocasión, cuando la chica que recogía la basura insistió en acompañarlo hasta la cima. Ese día, todo lo que pasó en Iquique, pasó siete minutos después.

“HORA IQUIQUEÑA”, de REINALDO BERRÍOS GONZÁLEZ, 52 años, Iquique