Vivimos en una sociedad que venera la productividad constante, donde detenerse se percibe como pereza. Un café matutino nos recuerda una verdad fundamental: necesitamos pausas para existir plenamente. Es en esos intersticios de calma donde nuestras ideas encuentran espacio para ordenarse, donde la creatividad germina como una planta del desierto esperando la lluvia.

El ritual es tan importante como el contenido. La elección de la taza, la temperatura exacta, la forma en que sostenemos el recipiente entre las manos. Son gestos aparentemente insignificantes que construyen un santuario temporal, un refugio portátil que podemos crear en cualquier lugar.


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