Hay algo profundamente transformador en ese primer sorbo de café a media mañana. No es solo cafeína corriendo por las venas; es un acto de rebeldía silenciosa contra la urgencia perpetua que define nuestros días. En las calles polvorientas de Iquique o bajo el sol implacable de Antofagasta, ese momento se vuelve aún más significativo: es agua en el desierto emocional de la rutina.

El café en grano, recién molido, desprende un aroma que funciona como portal temporal. Por unos minutos, el mundo se detiene. Las notificaciones pueden esperar, los emails permanecen sin abrir, el teléfono descansa en silencio. Es un momento zen en pleno corazón occidental, una meditación disfrazada de costumbre cotidiana.

No se trata solo de obtener energía para las actividades pendientes. Es una energía diferente, más consciente, más intencional. Es como si cada sorbo nos conectara con una versión más centrada de nosotros mismos, capaz de enfrentar el día desde un lugar de mayor claridad mental.

En un mundo que nos empuja hacia la velocidad constante, elegir la pausa del café es un acto de autodeterminación. Es decir: «Existo más allá de mis tareas, merezco estos minutos de contemplación».

El café a media mañana no es un lujo; es una necesidad del alma. Un momento donde el tiempo se vuelve maleable y nosotros, por fin, volvemos a casa.


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